La
última misa del caballero pobre parte de la representación de una realidad
social evidente en el Ecuador y en América Latina en general: la misa de
domingo. A través de este rito, Dávila Andrade retrata la desigualdad social
tan marcada que ha caracterizado a nuestra sociedad. Partiendo de la definición esencialista de Aristóteles,
la mímesis es una imitación de la realidad inherente al ser humano, natural,
una habilidad innata que adquirimos desde niños. Según Platón, esta imitación
debe ser lo más verosímil posible, debe pretender representar todo lo que es,
la esencia de las cosas, mientras que Aristóteles no le da tanto valor a la
verdad como al deleite que produce una obra artística. Las escenas presentadas
en La última misa del caballero pobre se acercan más a la definición
aristotélica de mímesis, pues el narrador omnisciente nos adentra en una
realidad en un contexto auténtico, pero no necesariamente relata una verdad o
un hecho histórico.
Dávila
Andrade utiliza muchos elementos a través de los cuales el lector es capaz de
insertarse en ambas realidades descritas: la misa de las cuatro de la mañana y
la misa de las ocho. En primer lugar, aparece la figura del vagabundo que se despierta
en la penumbra y entra en la iglesia, el ambiente es frío, fantasmal, oscuro.
Antes de introducirnos al personaje principal, el narrador describe la escena,
el viejo sastre, las criadas, los artesanos, el ex clérigo y todos los ricos
venidos a menos, los que dejaron de ser nobles. El narrador detalla las
vestimentas de todos estos seres, sus rostros, sus cuerpos, su piel, no en
forma de personajes secundarios sino como parte del escenario general de la
ciudad. Solamente a través de este párrafo de descripciones, con expresiones
como “barbas sombrías de mugre y de olvido” o “medias rotas y retorcidas
alrededor de las magras piernas”[1],
el lector se sitúa en el ambiente, prácticamente se convierte en un espectador
más de la misa de las cuatro de la mañana.
El
narrador dice de los personajes que “como su pobreza no les permitía exhibirse
ya a la luz del sol, cumplían el precepto entre la penumbra del amanecer”[2].
Vemos así que el espacio de la Iglesia se convierte en una forma más de
reflejar la desigualdad, donde cada individuo asiste a la misa que le
corresponde a su estrato social y nadie se atreve a salir de estos cánones. La última misa del caballero pobre también es
una forma de denunciar a una sociedad tan jerarquizada y llena de prejuicios,
esto se evidencia sobre todo a través de Matías Iriarte. Apenas se introduce al
personaje principal, el narrador recurre a una interpolación temporal para
describir el origen de Iriarte: la pluma del gobernador, los banquetes, el
clavel de la solapa son elementos que se utilizan para resumir años de vida
cómoda en su casa señorial. Inmediatamente después, se cuenta que ardió la
casa, sus hijas murieron y “el viejo caballero se ocultó como un hombre que ha
perdido el rostro”[3].
Muy similar a lo que dice Auerbach sobre la Odisea, encontramos aquí dos
espacios separados que no confluyen nunca entre sí, y el hecho principal
acontece en el contexto del espacio jerárquico más alto. Sin embargo, aquí el
personaje protagonista no es un caballero noble sino empobrecido, miserable y
solo.
El
cuento se divide en tres apartados, el primero, describe la iglesia a las tres
de la mañana, la Sacristía y contrasta el pan de oro de las paredes con el
vagabundo sentado en sus filas. Este apartado termina con la grase “Los
primeros fieles empiezan a llegar urgidos por el característico afán matutino
de los madrugadores del señor”[4]. En
el segundo apartado, el lector comprende que no es este afán matutino el motivo
por el cual los fieles están en la iglesia, sino el deseo de esconderse de la
aristocracia, de no ser vistos a la luz del sol. En el tercer apartado, el
narrador cuenta los acontecimientos alrededor de la última misa de Iriarte, su
insomnio, la entrada a la iglesia, y la escena final, donde despierta en la
misa de ocho. Ahí precisamente vemos el contraste entre la misa de cuatro, que
comienza por el sonido de las campanadas, y la de ocho, que comienza con el
órgano. Dávila Andrade representa la realidad verosímil de los fieles
endomingados, la ropa nueva, los polvos, los chismes, los rosarios, el olor a
incienso y a Lavanda, y sobre todo, la importancia de la apariencia en la
sociedad. Es así que al final, Iriarte no le reprocha a Dios por la desgracia
en la que cayó, ni por la profunda desigualdad social que le aqueja, sino simplemente
porque Dios lo ha puesto “en ridículo frente a esta gentuza enriquecida”[5].
Al
leer todo el relato, vemos que hay una clara contraposición entre los dos
ambientes. A pesar de que las descripciones de ambas misas ocurren en el mismo
espacio físico, el contexto es totalmente diferente, de tal forma que Iriarte
se convierte en el “Embajador de la miseria, en día de gala”[6].
El texto es una representación mimética de la realidad social, pero no de una
verdad histórica o de una fuente divina como pretendía Platón. Inclusive
podemos afirmar que Dávila Andrade es capaz de representar dos realidades
enmarcadas en una sola. La narración se suscita en dos planos distintos, y
tiene mucha más cercanía con lo que Auerbach denomina lo histórico, que con lo
legendario. Dávila Andrade utiliza muchos elementos de narración legendaria, y
utiliza una historia falsa, imaginada, para retratar una situación social
verdadera.
Referencias:
Dávila
Andrade, C. (1984). Obras Completas RELATO. Quito:
Pontificia Universidad
Católica del Ecuador Sede en Cuenca, Banco Central del Ecuador.
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